En los años 60 se publicó en el diario ABC uno de los primeros avisos de lo que acabó siendo una tragedia: la urbanización de un espacio idílico, poco a poco convertido en una «Costa Brava manchega». Y lo que quedaba por venir…
Corría 1967 cuando el escritor José Luis Acquaroni (1919-1983, Premio Nacional de Literatura en 1977) volvió a las Lagunas de Ruidera con su hijo para enseñarle la naturaleza de un paraje de ensueño, tal como él recordaba de una visita que realizó una década antes. Pero la decepción le esperaba al otro lado de la carretera: «Está surgiendo el despiadado feudalismo de las inmobiliarias.» Tajantes palabras que reflejaban un problema que no se quiso evitar, mas se incentivó a costa de hipotecar los recursos naturales.

«En mala hora, y con un paréntesis de más de diez años, se me ocurrió volver a Ruidera: el prometido paisaje había sido escamoteado. Desesperantes empalizadas sobre las que se anunciaban la venta de parcelas, la construcción de complejos urbanísticos…»
ABC, 23 de mayo de 1967
A página completa relataba José Luis su desagradable experiencia hace más de 50 años:
«Se declara una zona de interés turístico (…) y a las pocas horas hacen su aparición los grandes rollos de alambres de espino y sus férreos postes sustentadores como si lo declarado hubiese sido la mismísima guerra. Ahora, según cuentan las crónicas, dos urbanizaciones pleitean, nada más y nada menos que por la propiedad de las lagunas de Ruidera. Al estado llano (e incluyo en esta calificación a todo el que no tiene una montaña de billetes de altitud suficiente para levantarse su propia línea Maginot) tanto debe importarle el palo que acabe pintando triunfos en la baraja de este litigio: de hecho, el disfrute de las lagunas de la ruta quijotesta lo habíamos perdido ya.

«En mala hora, y con un paréntesis de más de diez años, se me ocurrió volver a Ruidera. Conservaba de aquellos parajes un recuerdo de arcadia: ¡aquel almuerzo, a la sombra de una olmeda, compartido con medio centenar de escritores, en las primeras Jornadas Literarias que capitaneara el baquiano Gaspar Gómez de la Serna!…
«‘Verás hijo, qué olmdea, qué lugar y, sobre todo, qué soledad, qué paz’. El chiquillo (…) tenía hechos sus ojos (…) al patinado gris de este Madrid (…). ‘Verás, hijo, qué paraje…’ insistí cuando nos acercábamos al lugar. Pero el paraje había sido escamoteado: de la olmeda apenas se podía contemplar los altos copetes, sobre la gris muralla que enclaustraba no sé qué sociedad recreativa… Peor que en el Medievo: cal y canto, piedra y cemento (…).

«Perdida la olmeda y la playuela bucólicas, continué carretera adelante, a ver si podía hacer parcialmente realidad el programa prometido, cuando menos en el disfrute de la bienaventuranza de la soledad rústica, que el hombre necesita hoy tanto como el comer (…). Pero el muro medieval que enclaustraba los olmos tenía ininterrumpida, desesperante prolongación de acotantes alambradas, de empalizadas sobre las que se anunciaba la venta de parcelas, la construcción de complejos urbanísticos… Toda la carretera, con las azules remansadas aguas de suplicio tantálico a la derecha mano, era una estrecha, inacabable manga, flanqueada de prohibiciones. Inesperadamente (¡oh placeres del recobro de la libertad!), ¡puertas abiertas en el campo!: unos atajos y un pinarejo abrupto. Algo así como una Costa Brava manchega, desde la que intentar el descenso y el baño resultaba aventura de seguro descalabro. Y al amor de la sombreja de cada pino, ocho o diez automóviles incidiendo sus morros sobre el tronco, como los toros en derredor de la artesa del grano. En total, pues, diez veces más automóviles que pinos; seis u ocho personas por automóvil… En resumen, y pasándonos por unos instantes a las ciencias pitagóricas: de sesenta a ochenta criaturas de Dios por arbolito. La Gran Vía, vamos. Sustituyendo farolas por pinos. Una Gran Vía sin papeleras, con el piso regado de latas oxidadas, de residuos de comidas, de mil donaciones gratuitas que en la ciudad tienen como destino los estercoleros.

«El acelerador era de automóvil deportivo, y les juro a ustedes que jamás, ni en las autopistas americanas, había yo pisado una ‘chanclela’ con más vidriosa vehemencia, con más furiente enojo, con un más meticuloso cuidado de ir interpretando a la perfección el papel de motorizada alma que se lleva el diablo. Por el tubo de escape debía ir saliendo puro humo de azufre infernal.
«Durante mi desalada huida, en mi crespo estado de espíritu sólo había sitio para el pesimismo. Iba pensando, una y otra vez: ‘difícil te ha de ser, hijo, y cada vez más, la soledad.’ De pronto, en mi arrebatado pique, se hizo la luz reconciliadora con el paisaje tiempos atrás amado. Recordé que por aquellos pagos estaba enclavada la cueva de Montesinos, en cuyos hondones, lobreguez y estrechuras don Quijote quedara profundamente dormido, en sueño que le transportó a ‘mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que pueda criar Naturaleza.’
¡El siempre vigentísimo, el eterno clarividente don Miguel de Cervantes me estaba dando, una vez más, certera fórmula de reconciliación, no ya con el paisaje, sino con la vida! ¿Por qué penar por la olmeda perdida, por el pequeño y enristrado mar azul de las lagunas valladas? Sobre el asfalto de sus calles, en la cueva de Montesinos de nuestro piso de Madrid, podría encontrar mi hijo ‘ameno y deleitoso prado’ para sus necesidades de arcadia y soledad. Todo quedaba reducido a una simple cuestión: soñarlo.»

«La Gran Vía, sustituyendo farolas por pinos. Una Gran Vía sin papeleras, con el piso regado de latas oxidadas, de residuos de comidas»
José Luis Acquaroni, Premio Nacional de Literatura.
José Luis falleció en 1983, a penas declarado Parque Natural el complejo lagunar de Ruidera. No sabemos si regresó a estos parajes, pero no es difícil imaginar qué pensaría si lo hiciera hoy.

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