La destrucción de las tobas (2ª parte: la sequía)

La sequía interrumpe la formación y consolidación de las tobas.

Problema 2: la falta de agua
Hay un hecho fundamental: si no hay agua, no hay construcción (ni conservación natural) de toba. O lo que es lo mismo: hay degradación, pues las tobas necesitan del discurrir constante del agua para que ésta siga su proceso de precipitación de carbonato cálcico. Desgraciadamente, eso no es siempre posible. Las sequías han afectado a nuestro país desde hace siglos, y más aún en La Mancha, de forma natural. Aun así, un sistema como el de Ruidera ha sobrevivido a lo largo de los milenios, por lo que las condiciones naturales, pese a todo, eran propicias para su conservación en general, a pesar de esos períodos secos. Y es que, aunque en el norte de Europa se ha estudiado que los cambios climáticos influyeron negativamente en lugares similares, en España (pesar de la existencia de oscilaciones climáticas de pequeña magnitud desde mediados del Holoceno) no parece que hayan sido tan decisivos, ni que hayan afectado a los procesos de sedimentación de toba («Las tobas en España», J.A. González Martín y M.J. González Amuchastegui).
Las causas antrópicas son pues, evidentemente, las que más han influido en las últimas décadas. Comenzando con la sobreexplotación del acuífero (así declarado oficialmente) del que se alimentan las lagunas, que hace descender su nivel e interrumpir los caudales naturales. Así el agua llega prácticamente a desaparecer en algunas lagunas (Blanca, Lengua y Redondilla), quedando expuestas las paredes tobaceas. Pero ¿por qué se ha sobreexplotado el acuífero?
Desde hace más de ciento setenta años se ha soñado con aprovechar las aguas de Ruidera. En 1847 se propuso, en el periódico «Ecos del comercio», uno de los mayores errores que (finalmente) se llevaron a cabo poco más de un siglo después: creer que se puede reconvertir una zona árida en un oasis.

Propuesta para convertir La Mancha «en un vergel» gracias a las aguas de Ruidera.
«Ecos del comercio», 1847.

Ya cinco años antes, El Heraldo de Madrid se hacía eco de «una excelente determinación, que no pueden menos de aplaudir todos los que se interesan por el desarrollo de nuestra prosperidad [nótese con qué facilidad salen siempre a relucir palabras como «desarrollo», «prosperidad» o «progreso» en este tipo de promesas, algo que no ha cambiado en casi 200 años de demagogia]. Aludimos á la orden dada por el señor ministro de Instrucción y Obras públicas [Bravo Murillo] para que se practiquen reconocimiento en toda la extensión del río Guadiana, desde las lagunas de Ruidera hasta el mar con el fin de averiguar la posibilidad de la navegación y del establecimiento de riegos. A la comisión que ha de llevar á cabo esta determinación se agregará un ingeniero de minas a fin de estudiar la naturaleza del terreno y descubrir si se pueden obtener aguas ascendentes, que sería útil para la agricultura de aquella región.»

No fue, como decíamos, hasta un siglo después cuando la deforestación de encinares y sabinares (de gran riqueza ecológica) y la conversión de extensos campos de secano en regadíos (en una zona semirárida) propició un considerable aumento de demanda de agua para riego. Para los gobernantes, tanto las Lagunas de Ruidera (de manera superficial) como los acuíferos 23 y 24 (de los que se alimentan las Tablas de Daimiel y las Lagunas de Ruidera, entre otros humedales) pasaron de ser espacios naturales a grandes reservas hídricas que explotar.

«La Vanguardia Española»; 1955

El campo manchego era, para ellos, «una zona improductiva» que había que irrigar. Era la mentalidad del desarrollismo (la que llenaría muchas de nuestras costas de cemento y rascacielos) y la que hipotecaría gran parte de los territorios naturales de nuestro país, cuyas consecuencias aún hoy padecemos. El Pantano de Peñarroya fue un anhelo durante décadas, hasta que finalmente se construyó en los años 50. Leemos en «El Imparcial», el 22 de marzo de 1928: «Como tantos otros viajeros de estas tierras sedientas, he lamentado la incuria de las generaciones que se suceden, ajenas a las preocupaciones de un vivir más intenso, de un más espléndido bienestar, a que las convida el fluir caudaloso de este río, cuyo aprovechamiento labraría la felicidad de los pueblos asentados en sus orillas. Al igual que los predecesores de mis andanzas por la ruta de Don Quijote, echo de menos el embalse de las aguas en el anhelado pantano de Peñarroya, por cuya realización claman millares y miliares de hectáreas de terreno necesitadas de riego fecundante; y uno mi clamor al de los escasos Quijotes que, en medio de la general atonía de pueblos y gobernantes, luchan ahincadamente por el logro de ideales que la rusticidad de la prole de Sancho califica de locas aventuras y desatinadas
quimeras.»

Y así, creyéndose «valientes» e «idealistas», vendieron la moto de una prosperidad prácticamente eterna. La realidad: en vez de valorar las posibilidades de la región y apostar por otro tipo de cultivos de secano o actividades apropiadas para las características del entorno, cuya rentabilidad habría sido factible y sostenible con una buena planificación durante décadas o siglos, se apostó por el «pan para hoy»: se incentivaron los regadíos con la ilusión de que el agua nunca iba a dejar de manar. Craso error.

Pantano de Peñarroya.

Un buen ejemplo de esa mentalidad ingenua es esta noticia aparecida en «La Vanguardia Española» en 1955: «Las aguas del Guadiana, que se perdían en las entrañas de la tierra [se refiere a la infiltración natural producida tras rebasar las aguas de Ruidera la población de Argamasilla de Alba, que recarga el propio acuífero] serán ahora captadas para su aprovechamiento al mejor servicio de la producción y del incremento de la vida del campo». El Pantano de Peñarroya pronto dio de beber a unas tierras sedientas de cultivos. Parecía inagotable. Un método que funcionó en el acto: hectáreas y hectáreas de regadíos se extendieron por donde antes había secano. Llegó la arcadia. Pero la arcadia es sólo eso: utopía. Pues al cortar la recarga natural superficial del acuífero, éste se vació y dejó de aflorar en los manantiales superficiales. Para más IRNI, se roturaron los cauces mismos de los ríos que antaño eran grandes fluyentes de vida y alegría: el Záncara, el Pinilla, el Alarconcillo, el Giguela, el Guadiana… Y los abundantes humedales fueron desecados en campañas organizadas desde las administraciones. Los vecinos dejaban hacer, pues les habían dicho que tras aquellos sacrificios iban a llegar grandes tiempos. Pero sólo se fueron los ríos y llegaron terrenos marrones que proliferaron donde antes se bañaban plácidos.

El ciclo natural de recarga de los acuíferos se interrumpió y llegó la sequía perenne. La prometida vida de campo (promesa electoral eterna por cuantos gobiernos hayan pisado la tierra, dictaduras incluidas) sólo duró unos años, pues se convierte en un sueño roto que suele acabar con la vida de esos campesinos hipotecada y la transformación radical del entorno.

Antaño tierra de ríos, sabinares y humedales. Hoy, mar marrón de regadíos.

Es evidente que todo pueblo tiene derecho a su prosperidad y desarrollo, y a mejorar su situación socioeconómica. Pero también es verdad que todo pueblo se ha desarrollado por sí mismo con sus propias técnicas adaptadas a su entorno. Hoy (cuando los recursos del Planeta están al borde del colapso) se ha puesto de manifiesto más que nunca: los expertos aconsejan un desarrollo sostenible y adaptado al entorno, aprovechando los recursos de la zona y los usos tradicionales. Nada de todo eso es incompatible con un buen desarrollo socioeconómico, sino que es imperante para garantizarlo a largo plazo. Desgraciadamente, lo que se llevó a cabo en estas tierras desde mediados del siglo XX fue introducir sistemas que rompían toda tradición local con técnicas ajenas y extrañas, precipitando los acontecimientos con una sobreexplotación en la que prácticamente se obligó a invertir en regadíos. Quienes no quisieron o no pudieron fueron expulsados del sistema.

Ya en los años 80 , cuando la sequía empezó a ser un claro problema en los meses estivales por un acuífero ya mermado, desaparecieron los adalides del progreso, los «idealistas» que vendieron sueños. Tanto las Lagunas de Ruidera como las Tablas de Dimiel se morían. La propia Diputación Provincial de Ciudad Real lo reconocía así en 1984 en a revista «Mancha» que ella misma editaba, cuando se hacía eco de un informe del MOPU que alertaba que las Tablas desaparecerían si no se tomaban medidas serias. Y es exactamente lo que pasó: «Con las aguas del acuífero 23 se están regando en estos momentos más de cien mil hectáreas de tierra en sus cinco mil kilómetros cuadrados, una cantidad de tierra superior a la que se puede regar con la capacidad de recuperación del acuífero, por lo tanto podemos afirmar, sin riesgo de error, que el acuífero va camino de agotarse. Para recuperar un nivel aceptable del acuífero se necesitarían de cinco a diez años de lluvias intensas y por supuesto sin extraer una sola gota durante ese tiempo. La alarma debe comenzar a cundir cuando en alguna de las zonas que utilizan las aguas del acuífero, los pozos no recuperan sus niveles habituales, hecho que ya ha sucedido. Pero aún necesitamos añadir algún dato más: en la zona de influencia del parque de las Tablas de Daimiel se mantiene un regadío de casi el 80% de las tierras cultivables, y de algunos de estos pozos se suelen extraer alrededor de 0,3 metros cúbicos por segundo, el caudal del Guadiana viene a ser, en estos momentos, de 0,4 metros cúbicos por segundo.»

Todo se desmoronó. En vez de reconocer el error y dar marcha atrás, proliferaron los pozos ilegales que, por miles, agujerearon el acuífero hasta declararlo sobreexplotado. Fue la consecuencia de arrastrar a la población a un sistema que se agotó rápidamente: había que extraer más agua. Irremisiblemente, llegó la guerra eterna entre conservacionistas-ecologistas y los regantes. Batalla en la que pocos gobernantes desean intervenir, conscientes de que las medidas impopulares restan votos. Y así, un error histórico sigue vigente en la actualidad.

A principios de los años 90, la situación del Parque Natural era dramática: con unas lagunas secas, los pivots de riego seguían extrayendo agua. Ruidera se moría. Las voces críticas tomaron fuerza. En el diario ABC, 26 de agosto de 1991, pudimos leer: «Lagunas de Ruidera: un paraíso en peligro de muerte.» En el reportaje se constataban los errores cometidos a lo largo de sus todavía jóvenes primeros doce años como parque natural, entre los que se encontraba, como el principal, la sobreexplotación acuífera: «El permiso de extracciones para el riego ha situado a las lagunas, según los expertos, en ‘peligro de muerte’

En ocasiones se ha querido justificar esas sequías con procesos naturales. Cierto que esos atibajos naturales siempre han existido. Pero los expertos han determinado que los períodos de sequías son cada vez más frecuentes y producidos por la mano del hombre. Uno de los peores períodos padecidos (entre 1985 y 1995) rebajaron los niveles piezométricos hasta en 50 metros (Montero, 2000). Numerosos estudios certificaron que estos descensos no se debieron a los ciclos naturales, sino que fueron causados directamente por la sobreexplotación de los acuíferos para el riego. Es más, un estudio realizado en 1997 por González Martín concluyó que, pese a las históricas sequías naturales (sobre todo en los años 50), jamás antes se habían alcanzado niveles tan bajos (lagunas como la Redondilla y la Blanca desaparecieron, mientras que los lechos de otras como la Lengua se podían atravesar en su centro sin mojarse los pies, pues de hecho se había dividido en tres pequeños charcos).

El reportaje de ABC de 1991 aseguraba: «En la actualidad, el mayor problema es la falta de agua, según la propia Junta Rectora del Parque, que ha calificado la situació de ‘alto riesgo’ (…). La Junta Rectora del Parque revela que la laguna del Rey vertía a las lagunas inferiores sólo 800 litros de agua por segundo, cuando lo habitual en los últimos 60 años era que se superaran los 3 mil litros por segundo. Según un informe reciente elaborado por técnicos belgas, algunas lagunas ya han bajado ocho metros de nivel y si no se adoptan medidas urgentes podrían desaparecer en cuarenta años. Las causas aducidas son el fuerte estiaje y la sobreexplotación del denominado acuífero 24 (…). Para el Patronato, la solución definitiva está en la ‘extracción cero’, aunque se tenga que llegar, como dice el alcalde de Tomesollo y miembro de la Junta Rectora, Javier Lozano, a atender las solicitudes de indemnización de los afectados por esta medida, por las inversiones que se hicieron en su día en sistemas de riego.»

Arriba a la izquierda, las Lagunas de Ruidera, rodeadas por un mar marrón de regadíos.

Se pasó así de promesas de prosperidad y felicidad a pensar en compensar a los damnificados por una errónea planificación. El experimento salió caro. El diario ABC lo dejó claro: «Ahora son muchas las voces, entre ellas las de la Asociación de Propietarios, que critican la actuación del Gobierno regional en esta materia, al permitir hace años que se extrajera agua para riego en la cabecera de las lagunas. Ello ha dado lugar a un preocupante descenso de agua en las mismas y al desabastecimiento de algunas poblaciones. El tiempo parece que ha dado la razón a estas críticas. ¿Quién paga ahora las inversiones de los agricultores? ¿Quién amortiza los puestos de trabajo? La sospecha es que, por un error del Gobierno regional, habrá que llegar a las indemnizaciones a cargo del erario, es decir: del contribuyente.»

Laguna Redondilla, completamente seca.

Y aquí es cuando llegamos a la consecuencia directa más grave: la interrupción de la construcción de toba. Y no sólo eso: las grandes avenidas posteriores, tenidas casi siempre como algo maravilloso y positivo (básicamente porque atrae a grandes masas turísticas y, con ellas, dinero rápido), en realidad propicia la destrucción de la toba existente, pues el agua arrastra sedimentos terrígenos que erosionan las cascadas, haciéndolas retroceder. Como prácticamente todas las barreras tobáceas fueron trepanadas, la construcción natural en éstas no sólo ya no existe, sino que el agua se escapa por ellas excavando y socavando las barreras, que poco a poco van erosionándose. Y llegamos así al siguiente capítulo: las trepanaciones.