De casas rurales a salas de fiestas

La música a todo volumen, el alcohol y las molestias a los vecinos marcan el cambio de tendencia en un modelo antaño respetuoso, cultural y curioso.

Hace más de diez años el periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte contestó sucintamente a un airado artículo que el que suscribe publicó en el diario Lanza de Ciudad Real, denunciando el cambio en el modelo de «turismo de interior», «turismo rural» o como quieran llamarle el «ir al pueblo». Criticaba por aquel entonces el comportamiento de quienes acudían, concretamente, al Parque Natural de las Lagunas de Ruidera, con una serie de hechos constatados por los propios vecinos, tras escuchar los testimonios de algunos de ellos, ver sus ojeras como platos de no pegar ojo en toda la noche, machacados por el bombo constante de la «música» (la llaman) escupida por altavoces y fiestas veraniegas hasta cuando el sol ya aparece por el horizonte. Denunciaba (trababa de denunciar) las molestias que padecían los vecinos, los ruidereños, cuando el estío atraía como a la miel a hordas de jóvenes (especialmente) ávidos de fiesta, alcohol y ruido, algo que consideraba especialmente grave en un parque natural adonde se suponía que uno iba a descansar.

No le pareció a así a Pérez-Reverte que, sin nombrarme en ningún momento, publicó en el mismo diario un artículo que bien parecía una respuesta, unos días después, defendiendo el derecho de esos pueblerinos (no es despectivo, pues significa «habitantes de un pueblo») a divertirse, a bailar, a cantar, a reír, a pasárselo bien, a emborracharse y, en definitiva, a todo aquello que los urbanitas hacíamos (aunque el que suscribe huye de esos ambientes como de la peste) en nuestros lugares de residencia. Poco menos venía a señalar nuestro egoísmo por querer encontrar, en los pueblos, en la naturaleza, esa paz y sosiego que sólo queríamos bien lejos de nuestras casas. Olé.

Hoy, trece años después de aquello, veo en la televisión un reportaje de un pueblecito leonés donde se asienta una posada del año «de Marícastaña», cuya propietaria narraba a la cámara las vicisitudes padecidas hasta el presente, épocas remotas y cercanas, crisis y esfuerzos, para seguir regentando el establecimiento, típica casona rural «de revista.» Pero, en un momento, al preguntarla el reportero por la situación actual, por los visitantes de hoy, su cara se tornó repentinamente en una mueca tan expresiva que me compungió: una triste sonrisa, entrecortada, de rabia contenida mezclada con resignación, antes de confesar: «Antes venía la gente a conocer el pueblo, ver el entorno, el río, los montes… Te preguntaban por la casa, por las tradiciones… ¡Ahora ya no! Ahora lo primero que hacen… [hace una pequeña pausa mientras se ríe resignada pensando en escenas que sus ojos no han olvidado]. Lo primero que hacen es llenar la nevera de cerveza. Lo único que quieren es fiesta. Y si puede ser, molestando a los vecinos.»

No sé si Pérez-Reverte tenía razón o la tenía yo. O la teníamos los dos. Pero la cara de la mujer parecía decirlo todo. Y no se piense nuestro lector en el estereotipo de anciana enfadada y amargada por la juventud actual, pues aparentaba ser sólo sexagenaria y con un buen sentido del humor. Así que quise verificar el panorama actual, preguntando directamente a los moradores, a los viajeros, a los regentes… Y no tardaron en aparecer testimonios similares: las casas rurales, otrora signo de turismo de calidad, comprometido, cultural y curioso, respetuoso con las tradiciones locales, se han convertido en una especie de fiesta transportable: se alquila una casa y se juntan amigos y familias, pues ya no es cuestión exclusiva de jóvenes: cuarentones y cincuentones con grandes complejos de Peter Pan, adolescentes frustrados, sólo buscan un lugar en el que «armarla bien gorda» sin que nadie les diga nada. Toda la noche de fiesta. Cuanto más ruido, mejor. Cuantas más estupideces, mejor. Cuanto más desfase, mejor. Ya no es cuestión de cantar y reír (bendita sea la felicidad), sino de molestar y llamar la atención, sin miramientos ni reparos, sin límites ni un mínimo de respeto, para que todo el mundo se percate del desfase desmedido que antaño era causa de vergüenza; hoy, de «likes» en las redes sociales.

Todavía se emite el monólogo de una famosa cómica parodiando (con mucha gracia) el turismo rural: madrugones, paseos interminables por el campo, olor a moñiga de vaca, los gallos cantando de madrugada… «¡Un horror!», decía ella, con mucho desparpajo. El muy acertado y divertido monólogo exponía una realidad: nunca ha existido el turismo rural en España: si una casa olía «demasiado a campo», si no había baño individual, si carecía de nevera, aire acondicionado o agua corriente… ¡Aquello era inadmisible! El turismo rural se puso de moda a mitad de los años 90 por urbanitas para urbanitas. Pero, aun así, quienes acudían a esos «hotelitos» (ni muy modernos ni muy campestres, lo justito para estar a gusto sin mancharse) lo hacían con el ánimo de descubrir el entorno, sus costumbres, sus paseos, sus bosques, su gastronomía… Eran un atrayente para la gente que huía de la playa, las masificaciones, el ruido y el desorden. Que huían, precisamente, del tipo de turismo que ahora también ha invadido este reducto.

Han pasado más de diez años de la primera emisión de ese monólogo y probablemente hoy pocos entiendan ya su ironía: el turismo rural, en muchas ocasiones, se limita a encontrar una casa grande en mitad de ningún lado, llevar mucho hielo, muchas bebidas, un buen aparato de música y desfasar toda la noche. «Hasta el agua de las lagunas me he bebido», me confesaba uno de esos moradores actuales nada más regresar de un fin de semana en una casa alquilada en Ossa de Montiel, en la misma orilla de una laguna. Al preguntarle en cuál, no me supo responder. «¿Cerca de la cueva de Montesinos», le inquirí. Se encogió de hombros. «¿Visteis El Hundimiento?» Mutis. «¿Y para qué os vais tan lejos a montar un botellón?», pensé.

En una de las lagunas más calmadas, tranquilas y pequeñas de Ruidera se le acumulan las denuncias a una «casa rural» (sobre la misma lámina de agua) por la música que escupe, que se escucha a centenares de metros a la redonda. La fiesta comienza ya por la tarde entre gritos nerviosos de jóvenes preparando las viandas, removiendo las bebidas y chapoteando en el embarcadero privado (paradójicamente, en un río público). Van caldeando el ambiente cantando «a grito pelao» el «temazo» del momento, mientras las aves huyen asustadas. Y, así, «el fiestón» dura toda la noche, oiga. Sin descanso. La Guardia Civil ya ha acudido en numerosas ocasiones, pero poco más puede hacer que instar a que cesen los ruidos ante su presencia, para continuar en cuanto se van. Uno de los principales reclamos de dicho establecimiento es una fiesta «chill out» (deben ignorar el significado real de dicha expresión inglesa…), una instalación al aire libre de música de gran potencia, en pleno parque natural, refugio de fauna, donde está prohibido expresamente el ruido y la música a alto volumen. Dicen los vecinos de la zona (quienes, hartos de quejarse, iniciaron las denuncias) que, en cuarenta años, jamás habían tenido este tipo de problemas. El lugar siempre había sido un reducto del silencio y la paz. Desde luego que los vecinos se lo pasan bien, cantan, ríen y beben, se junta la familia, comen, conversan y disfrutan. Pero sin la imperante necesidad de exageración actual, en la que parece que, si no se arma escándalo bien fuerte, la fiesta ha sido un fracaso («un muermo», que dicen). Y, desde luego, la noche siempre fue sagrada; y el silencio, inquebrantable. Sólo así se podía escuchar el baile de la laguna, sus pequeños habitantes nocturnos, la brisa sobre los juncos y la sinfonía de la naturaleza.

Todo el mundo tiene derecho a divertirse, tomar algo y pasarlo bien, como decía Pérez-Reverte. Tanto en las ciudades como en los pueblos. Pero, en las ciudades, este tipo de diversión tiene lugar en locales adaptados a tal menester, aislados acústicamente, con controles y normativas de obligado cumplimiento, incluyendo estrictos horarios de apertura y cierre, control del ruido y molestias a los vecinos. Si las casas u hoteles rurales han dejado de serlo y ahora son más discotecas que otra cosa, que se les apliquen las normativas correspondientes, tanto en las licencias de apertura como en las inspecciones y controles rutinarios. Que se les exijan horarios, mediciones de decibelios, adecuación al entorno, controles de aforo e instalaciones y todo aquello que los empresarios urbanitas, cuando abren una discoteca, deben cumplir. Si no, estaríamos hablando de competencia desleal, negligencia y dejación de responsabilidades. Que dejen de anunciarse como «alojamiento rurales» y de percibir ayudas por ello, y que se muestren como lo que realmente son, con todas sus consecuencias: salas de fiestas privadas.


Héctor Campos, escritor y fotógrafo.