La Cueva Morenilla

UNA IMAGEN Y MIL PALABRAS

El cielo tiembla. Está gris. El otoño se cubre de nubes. Le desafiamos y salimos a campo abierto sin más defensa que nuestra osadía. El parque está silencioso. Buen ambiente para cavilar. Cuesta trabajo llegar hasta aquí (dominio público flanqueado de alambradas y orillas urbanizadas), pero lo hacemos: la cueva que da nombre a la laguna. O lo que queda de ella. Una pequeña boca negra asomada a la orilla. Nos sentamos en una de las rocas de su entrada. De pronto, nuestra tenue sombra parece tornarse en la de una mujer de pequeña estatura. Pero no es nuestra sombra, sino nuestra imaginación. Porque «la Morenilla» ha querido materializarse y es ahora un fantasma sentado a nuestro lado. Viste de negro, como si guardara luto. Pero su marido no ha muerto (al menos, en su realidad espacio-temporal, pues ambos expiraron hace varios siglos). Su marido la ha desterrado aquí porque la sorprendió con otro hombre. Eso dicen en el pueblo. Lleva la cabeza cubierta por un pañuelo, también negro. Su mote la hace justicia: su tez oscura y arrugada a penas se diferencia de sus ropajes. Pero tiene los ojos azules. Algo nada común en la zona. Unos ojos azules verdosos, como si fueran agua de la misma laguna. Me mira y sonríe plácida. Luego mira a la laguna: su muerte y su vida. Su alimento y su cárcel. No dice nada, hasta que lo dice: «Yo no fui. Fue él». No sé si se refiere a su marido o a su amante. Pero no tengo tiempo de preguntarla. Me doy la vuelta y ya no está.
Al regreso del sueño (delirios de Don Quijote en Montesinos, debería leer menos a Cervantes…), camino a casa, el cielo cumple su promesa y se descarga sobre mí. Me empapa sin compasión. Quizá porque he profanado un secreto, quizá porque lo he inventado. La desazón me intranquiliza. Pero pienso: «Al menos ella es inmortal.»