Salvador Jiménez Ramírez

En la “Laguna del Rey”, como en otras láminas de agua del rosario lacustre, “¡hasta que pasó lo que paso…!”; en las moléculas de sus aguas, solo se miraban la naturaleza y el firmamento…. En los años de mi infancia, cuando mal renovaba emociones, miraba, pescaba o me bañaba; aquel retazo de mar enjaulado, donde el cielo, los cerros y la vida se espejeaban, me propiciaba episodios de eternidad…; aunque fueran días de poco valor y penurias. Entonces, la superficie feudal del lugar, era una incubadora de estrecheces, donde, rudamente, mal se conseguía sustento para sobrevivir. La aldea era como un acantonamiento “mediatizado”, ceñido y constreñido por un latifundismo solariego… Pero aún, el habilidoso y poderoso feudal y el venerable regente político de turno; endiosados, farrucos y vanidosos por igual ante el “espejito”, no recompensaban con “bocata” y algo de calderilla a ilotas para sostener “patrióticos” chamarileos linajudos… —Soñarrera de la conciencia colectiva. El “clima” social siempre estuvo y estará (¡queda discernido!) ligado a la “atmósfera” material del creso y al mandón figurón del momento— Pese a las aflicciones y cansancio del “Todo”, el entorno, en aquellos días de mi niñez, sufriendo y soñando entre montes, vegas, reguerones y torrenteras, tenía brillo y destellos de encantada perpetuidad. En aquella lámina acuática; en aquellas moléculas, estaba la aurora de todos los mundos… Cómo entender, que en aquellas moléculas limpias, de un agua serena, cristalina y también rumorosa, hoy enturbiada, se fraguó nuestra consciencia… ¡Deprimente desidia del “Supremo Consejo de Castilla”!… Hoy, en el asiento del turbio tren de la vida, aproximándose al último confín; la horrible guerra, por el “anochecer” de la consciencia humana y otros aprietos propios de pueblos sin ley, me oprimen, como me estruja y paraliza evocar aquellas fatigosas vivencias, cuando los huesudos chiquillos sentados encima de las trillas, de sol a sol, girando al contrario que las agujas del reloj, con aladas ambiciones, cabalgado sobre inmaculados e infantiles mundos; con su metabolismo desmadejado por el hambre, viajaban con la sinfonía de la vida, mientras el sol los engañaba y abrasaba, cuando trillaban la mies con su humanidad sumisa y entera. En el ambiente, de melancólica inquietud, resonaban quejidos de penurias y también “sermones” de avetoros, ruiseñores, mirlos, oropéndolas, autillos. Y allí el “alma” de la aldea siempre subordinada al destino… Y allí cerros y vegas con sus “melenas” de floresta embozados en la bruma mañanera… En los reguerones y torrentes saltaban alegres, sin romperse, las moléculas puras y brisas de embrujo, misterio y eternidad… ¡Hasta que pasó lo que pasó…! “Hasta las ruinas perecerán: etiam ruinae peribunt”; sentenciaba el “donquijotesco” Miguel de Unamuno, como lo saludaba Machado.
Cuando mi tía Pepa, —aquella humilde y sufrida mujer que ponderaba: “no es lo más honrado pertenecer a éste o a aquél bando, sino ser una persona de orden…”—acababa o se cansaba de la costura, mi madre aseaba los zurcidos y burdos estambres cosidos, en el lavadero que había junto a las hacinas de mies y parvas de “Las Eras”. Yo la acompañaba alguna que otra vez y mientras ella lavaba, yo pasaba la vista por los muchachos que, con el silencio entero de su alma, a ras de la mies, sobre una trilla como un juguete descomunal, mal hecho, parecían recorrer un camino sin fin, con ausencia de palabras quejumbrosas, esperando, achicharrados, que el labrador les trajera un coscurro de pan con una tajadilla de tocino o una “cata de aceite”.
Aquellos apurados labriegos, los días de trilla, estaban tan ensimismados en la faena que nada existía fuera de aquel mundo de supervivencia, que para ellos era un eterno presente… Un hoy sin un ayer y sin un mañana… A cada dos por tres, una y otra vez, con voz tonante, mientras los paupérrimos agricultores “le daban la vuelta a la parva” y “remetían” la mies desparramada, aleccionaban a los críos que trillaban: “¡Muchacho, arrea los borricos con más genio y ponles bien el bozal, que se lo van a comer toó, que te duermes tú y ellos con la galbana…, y ten cuidao que la trilla no se salga de la parva que se le caen las pernalas (-microlitos de sílex incrustados en el tablón en forma de sierra-) cuando raspan en las piedras y en la casa me quedan unas cuantas pernalas en una talega!”.

Los modestos agricultores de la aldea de Ruidera de aquella época, con parcela-era en el Descansadero de ganado de la Cañada Real de los Serranos, junto a la “Laguna del Rey” y “renteros” o arrendatarios de pedazos (algunos propietarios de minifundios) en los latifundios del ámbito, eran: “El Hermano Eugenio Pernales”, “El Hermano Candelas”, “El Hermano Perico de la Juana”, “El Hermano Mariano el Posaero”, “El Hermano Eduardo el Pelao”, “El Hermano Luis Antequera”, que compró una aventadora mecánica; “El Hermano Valentín”, “El Hermano Antoñete” y “El Moreno de los Huérfanos”. De los más viejos “El Hermano José Capdevila” y “El Hermano Gregorio”; alias “Mal Hato”. La última parva la trilló, en el mismo borde de la “Laguna del Rey”, Anselmo Serrano, hijo del “Hermano Eugenio Pernales” (foto en portada), el año 1980.
Quebrada, triturada o trillada la parva de unos cien haces de mies, bien de trigo, centeno o cebada, (esparcidos en un espacio más o menos circular, enlosado con lajas de piedra o compactado con greda, de un diámetro de entre diez-quince metros) después de un par de días de tarea, se amontonaba en lo que llamaban “pez” (por su morfología), para aventarla con horcas y palas de madera; “volando” la pajuela separándola del grano, semilla que, sobre la marcha, se almacenaba en costales. (Continuará).

2 respuestas a “LA MIES SE TRILLABA JUNTO A LA LAGUNA DEL REY. LA ÚLTIMA PARVA EL AÑO 1980 (l)”
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